El amor de Cristo nos apremia,
al considerar que si uno solo murió por todos,
entonces todos han muerto.
Y él murió por todos,
a fin de que los que viven
no vivan más para sí mismos,
sino para Aquel que murió y resucitó por ellos.
Por eso nosotros, de ahora en adelante,
ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos;
y si conocimos a Cristo de esa manera,
ya no lo conocemos más así.
El que vive en Cristo es una nueva criatura:
Lo antiguo ha desaparecido,
un ser nuevo se ha hecho presente.
Y todo esto procede de Dios,
que nos reconcilió con él por intermedio de Cristo
y nos confió el ministerio de la reconciliación.
Porque es Dios el que estaba en Cristo,
reconciliando al mundo consigo,
no teniendo en cuenta los pecados de los hombres,
y confiándonos la palabra de la reconciliación.
Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo,
y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro.
Por eso, os suplicamos en nombre de Cristo:
Dejaos reconciliar con Dios.
A Aquél que no conoció el pecado,
Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro,
a fin de que nosotros seamos justificados por él.
Segunda Carta del Apóstol san Pablo a los Corintios 5, 14-21
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