Las potencias supremas de los cielos, presentándose en coro ante su soberano, escoltan llenas de temor el cuerpo purísimo que ha acogida a Dios; la preceden en la subida, invisibles, gritan a las huestes que están en las alturas: Mirad, llega la Madre de Dios, Reina del universo.
Alzad los dinteles y acoged con honores dignos del Reino ultramundano a Aquella que es la Madre de la Luz eterna. De hecho, gracias a Ella se ha llevado a cabo la salvación de todos los mortales. No podemos fijar en Ella nuestro rostro y es casi imposible no tributarle dignas alabanzas.
Su sobreeminencia excede a toda mente. Tú, oh Inmaculada Madre de Dios, que siempre vives junto a tu Rey e Hijo portador de vida, incesantemente intercedes para que sea preservado y salvado de todo ataque adverso tu nuevo pueblo: nosotros nos gozamos de tu protección, y por siglos, con todo esplendor, te proclamamos bienaventurada.
Cuando te marchaste, oh Madre de Dios, junto a Aquél que de ti nació inefablemente, estaban presentes Santiago, hermano de Dios y primer pontífice, junto a Pedro, venerabilísimo y sumo corífeo de los teólogos, y de todo el coro divino de los apóstoles.
Con himnos teológicos los apóstoles celebraban el divino y extraordinario misterio de la economía del Cristo Dios; y prestando los últimos cuidados a tu cuerpo, origen de vida y morada de Dios, se regocijaban, oh digna de todo canto.
Desde lo alto las santísimas y nobilísimas huestes angélicas miraban con estupor el prodigio y, con la cabeza inclinada, las unas a las otras se gritaban : Alzad los dinteles, y acoged a Aquella que ha dado a luz al Creador del cielo y de la tierra; celebremos con himnos de gloria el cuerpo santo y venerable que ha hospedado al Señor que a nosotros no se nos ha dado a contemplar. Y nosotros, festejando tu memoria, a ti gritamos, oh digna de todo canto: Alza la frente de los cristianos y salva nuestras almas.
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