Doy gracias a Dios,
a quien sirvo con pura conciencia, como mis antepasados,
porque tengo siempre tu nombre en mis labios
cuando rezo, de noche y de día.
Por esta razón te recuerdo
que reavives el don de Dios,
que recibiste cuando te impuse las manos;
porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde,
sino un espíritu de energía, amor y buen juicio.
No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor
y de mí, su prisionero.
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio,
según la fuerza de Dios.
Él nos salvó y nos llamó a una vida santa,
no por nuestros méritos,
sino porque, desde tiempo inmemorial,
Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo;
y ahora, esa gracia se ha manifestado
al aparecer nuestro Salvador Jesucristo,
que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal,
por medio del Evangelio.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (1,1-3.6-12)
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