Revestidos para la cena del Cordero,
con las estolas blancas de la salvación,
tras el paso del mar Rojo,
cantemos a Cristo, nuestro príncipe.
Él ha querido que gustando de su sangre rosada
y de su cuerpo sacratísimo,
inmolado en el ara de la Cruz,
pudiésemos vivir la misma vida de Dios.
Protegidos frente al ángel devastador,
durante la noche de la Pascua,
hemos sido liberados
del áspero yugo del Faraón.
Ahora es ya Cristo nuestra Pascua,
el manso Cordero sacrificado;
el ázimo puro de sinceridad,
que ha ofrecido su misma carne.
¡Oh verdadera hostia dignísima!,
que, humillando al infierno
y después de redimir a tu pueblo cautivo,
le has devuelto el premio de la Vida.
Surge Cristo del sepulcro y,
al regresar victorioso del abismo,
habiendo encadenado al tirano,
nos abre las puertas del Paraíso.
Sé tú, Jesús, para nuestras almas
el gozo peremne de la Pascua,
y dígnate hacernos partícipes de tu triunfo,
a quienes hemos renacido a la gracia.
Para ti, Señor, toda la gloria,
que vencida la muerte, reluces deslumbrante,
con el Padre y el Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos. Amén.
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