Maestro de Becerril - Martirio de San Pelayo |
Vida y pasión del mártir san Pelayo, que sufrió martirio en la ciudad de Córdoba bajo el reinado de Abderramán, el día veintiséis de junio. R/. Demos gracias a Dios.
3. Habiéndose desencadenado una brutal persecución contra los cristianos en aquellos tiempos, aconteció que las huestes de toda Hispania se lanzaron contra Galicia con el objeto de que, si era posible, después de arrasarla totalmente, la dominación extranjera sometiese a todos los fieles. Pero la ayuda divina no dejó de frenar la temeridad de los que injustamente se lanzaban contra los suyos. Así pues, habiendo llegado a ese lugar las citadas huestes, les salió al encuentro el ejército de los cristianos y se enfrentaron unos contra otros. Pero siendo costumbre del rey de los vasallos cristianos tener consigo a los obispos en las campañas, al entablar el combate el pueblo de Dios fue totalmente puesto en fuga, de tal modo que fueron hechos prisioneros con algunos vasallos incluso los propios obispos, entre los cuales hubo uno llamado Ermogio, que cargado de cadenas quedó encarcelado con los demás en Córdoba.
4. Pero como son muchos los signos divinos en aquellos, a quienes Dios omnipotente llama al Reino de los Cielos, este obispo Ermogio, harto de las limitaciones de la cárcel y del peso de las cadenas, en su lugar dejó en rehenes a su sobrino Pelayo, manteniendo la esperanza de que, al marcharse, enviaría cautivos para rescatar a su sobrino. Pero se hicieron presentes los acostumbrados favores de Dios, que iluminaron a Pelayo, de tal manera que tuvo la cárcel como una prueba y una limitación de los alimentos ordinarios, sin los que la fragilidad humana no puede resistir y consideró esta prisión como una purificación de sus pecados, porque cuando estaba en su patria no podía vivir sin los incentivos de los vicios; porque un hombre encumbrado en los honores muy difícilmente es capaz de agradar a Dios, ya que cada uno exige lo suyo. Por ello dice el Señor que es estrecho el camino, que conduce a la Vida, ancho en cambio, y espacioso el que lleva a la perdición. En realidad, cuanto más fácil es deslizarse al abismo por la prosperidad, tanto más conveniente es para todos llegar a las alturas a través de quebradas y asperezas; mejor aún cuánto más uno se asemeja a la muerte, tanto más se acerca al coro de los ángeles.
5. Considerando, pues, san Pelayo que todo esto se lo había inspirado Dios, según cuenta su historia, vivía con cuidado en la cárcel, en la que había sido encerrado a la edad de diez años más o menos. Cómo se comportaba allí, ni lo silencian sus compañeros, ni lo calla el rumor. Era, en efecto, casto, sobrio, apacible, cauto, entregado a la oración, constante en la lectura de las Escrituras, no se olvidaba de los mandamientos del Señor, aficionado a las conversaciones honestas, alejado de las malas, poco propenso a la risa. Había leído, en efecto, a su maestro Pablo, que velaba por la pureza de la enseñanza, se entregaba a la oración, ayudaba en los apuros y no faltaba en las tribulaciones. Por ello era inteligente en la lectura y dotado para la ciencia. Ese era su modo de vida. Cuando discutía, si por casualidad se hallaba presente algún charlatán de otro credo religioso, salía refutado. Conservaba, además, en su alma y en su cuerpo la castidad, de tal forma que se podría creer que no pensaba en otra cosa sino en su futuro martirio, porque dejaba translucir signos de que no perdería los goces del Cielo. ¿Quién no aplaudiría a una persona de tales cualidades, a la que por un favor especial adornaba ya una belleza paradisíaca? Sin duda lo instruía por dentro Cristo, que externamente lo embellecía, para que honrara al Maestro con la hermosura de su cuerpo él, que en su alma se comportaba indudablemente como digno discípulo, purificando su cuerpo y preparando la morada para que en ellas un poco después se alegrara el Esposo y, glorificado por Él a causa de su santa sangre derramada, como siervo digno de honor se uniera a Él y a sus abrazos entre los coros de los santos. De este modo enriquecido con la doble corona de la virginidad y del martirio conseguiría un doble triunfo sobre el enemigo, el de aborrecer las riquezas y el de no ceder a los vicios, y sería coronado por el Señor por haber despreciado aquello, por lo que se alegra constantemente el Diablo. Así, pues, alcanzó merecidamente el doble triunfo quien había pisoteado al horrible Enemigo y a sus secuaces, manteniéndose, sin embargo, san Pelayo firme, al resistir a sus promesas, y digno de elogio por no ceder a los vicios. Y, cuanto más se esforzaba el viejo Enemigo de doble cresta en atraparlo en sus maldades, unas veces abiertamente, otras solapadamente, tanto más el miserable, descubierto en la astucia de su propia malicia, porque es mentiroso y padre de la mentira, caía abatido a sus pies por voluntad de Dios.
6. Habiendo realizado estas acciones loables por espacio de tres años y medio, casualmente un día se presentaron con vistas a una recompensa algunos de los servidores 5 de un paje del rey, los cuales contaron a su señor que la belleza del rostro de san Pelayo era extraordinaria. Y no sin razón aparecía hermoso por fuera, porque más hermoso en su interior tenía las complacencias de nuestro Señor Jesucristo. Y así estos hombres necios e ignorantes de la verdad se proponían hundir en el fango de los vicios su hermosura, a la que nuestro Señor prometía colocar a su diestra entre los coros de los santos vírgenes, sin darse cuenta los miserables que no podían enfrentarse a Dios ellos, que no tienen poder ni siquiera para hacer blanco o negro su pelo 6. Habiendo llegado entretanto, esta noticia a oídos del rey, le llenó de satisfacción, no santa por cierto, el hecho de que el siervo de Dios, incluso, en las estrecheces de la mazmorra apareciera hermoso. Por ello, pues, estando celebrando un banquete envió a sus oficiales a que pusieran a la contemplación de sus ojos a la futura víctima de Cristo. Pero, como todo es posible para Dios omnipotente, los oficiales llevando a efecto las órdenes arrastraron precipitadamente con sus cadenas al siervo de Dios Pelayo, de modo que al cortarlas saltaron sobre el salón del rey, rechinando con gran estruendo, alegrándose los mentecatos de ofrecer a un rey mortal a aquél, con cuya alma ya se había desposado Cristo con fidelidad inseparable. Vestido, pues, con traje real lo presentaron ante su vista, musitando al oído del santo niño que su belleza era llevada para recibir un honor muy grande.
7. El rey en seguida le dijo: «Niño, te encumbraré con grandes honores, si reniegas de Cristo y dices que nuestro profeta es verdadero. ¿No ves de cuáles y cuántos reinos somos dueños? Te daré además una gran cantidad de oro y plata, los mejores vestidos, adornos de gran valor. Tomarás también al que quieras de entre estos pajes, que te servirá a tu gusto. Te regalaré también palacios para vivir, caballos para montar, placeres para gozar. Sacaré además de la cárcel a cuántos me pidas y, si quieres, invitaré a venir a este país a tus padres y les concederé grandes honores». San Pelayo, desdeñando todo esto y considerándolo despreciable, contestó: «Esto que me ofreces, oh rey, no es nada, y no renegaré de Cristo. Soy cristiano, lo he sido y lo seré; porque todas las cosas tienen fin y pasan a su tiempo, pero Cristo, a quien yo adoro, no tiene fin, porque tampoco tiene principio. Él es el que con el Padre y el Espíritu Santo es un sólo Dios, que nos hizo de la nada y todo lo tiene en su poder».
8. Entretanto, como el rey bromeando quisiera ponerle la mano encima, san Pelayo le increpó: «Déjame, perro, ¿es que me tienes por un afeminado, semejante a los tuyos?» Y al instante desgarró los vestidos que llevaba puestos y se presentó cual valiente atleta en la palestra, prefiriendo morir dignamente por Cristo antes que vivir vergonzosamente con el Diablo y ensuciarse con el pecado. Pensando el rey que todavía podría convencerlo, ordenó a sus pajes que trataran de halagarlo con prácticas seductoras, por si apostatando se acomodaba a los lujos reales. Pero él, con la ayuda de Dios, se mantuvo firme y resistió valiente proclamando sólo que Cristo existía y que él obedecería siempre a sus mandamientos. Al ver el rey que su ánimo lleno de fuerza resistía a sus presiones y dándose cuenta de que había sido despreciado en sus bajos apetitos, encolerizado dijo: «Colgadlo en garruchas de hierro y con sus miembros fuertemente tensados levantadlo y bajadlo hasta que exhale su vida o niegue que Cristo es Dios».
9. Soportando el tormento con ánimo valiente se mantenía decidido san Pelayo, que no rehusaba en absoluto padecer por Cristo. El rey al ver su fortaleza inconmovible mandó que lo cortaran en trozos con la espada y lo arrojaran al río. Los sayones, una vez que recibieron esta orden, se ensañaron contra él, puñal en mano, con una crueldad tan inhumana, que parecía que preparaban el sacrificio de aquél a quien sin ellos saberlo, era necesario inmolar en la presencia de nuestro Señor Jesucristo. Y el que estaba ya elegido en el Cielo sufría todavía cruelmente en la tierra, porque uno le amputó de un tajo un brazo, otro le cortó las piernas, otro incluso no cesó de darle golpes en la cabeza. Entretanto, el mártir se mantenía firme y la sangre abundante corría a goterones de su cuerpo como sudor. A nadie invocaba sino a nuestro Señor Jesucristo, por quien el santo no rehusaba sufrir diciendo: «Señor, líbrame de la mano de mis enemigos».
10. El poder de Dios no lo abandonó, convirtiéndolo en confesor en medio de los tormentos y mártir glorioso en el Cielo bajo el filo de la espada. En fin, las manos que levantaba a Dios, aquellos malvados se las cercenaban con la espada. En medio de estos tormentos san Pelayo jadeaba agotado y, como no había un hombre que se compadeciera de él, sólo invocaba a Dios. Clamaba el valiente atleta, pero el Señor estaba presente en el combate y le decía: «Ven, recibe la corona que te tenía prometida desde el principio» 8. Entretanto su espíritu partió hacia el Señor, su cuerpo, en cambio, fue arrojado al cauce del río. Y pese a ello no faltaron fieles, que lo buscaron y lo sepultaron con honor. Su cabeza la conserva el cementerio de San Cipriano; su cuerpo, en cambio, el prado de San Ginés.
11. Oh martirio realmente digno de Dios, que comenzó a la hora séptima y terminó al atardecer de ese mismo día. ¿Quién será capaz de expresar con palabras un premio semejante? En efecto, por las estrecheces de la cárcel le fue concedida la gloria del Cielo, por las angustias temporales mereció las recompensas celestiales, por la patria que dejó posee el paraíso que ansió. Dejó ciertamente a sus padres y hermanos, pero ahora tiene por compañeros a los ángeles. La palabra de Dios dice: «Todo el que abandona a su padre y a su madre y las demás cosas por mi nombre, recibirá el cien por cien y poseerá la vida eterna» 9. Soportó en sus miembros la espada que ahora posee el Reino de los Cielos.
12. ¡Oh santísimo testigo Pelayo, que en medio de los halagos y amenazas confiesas a Cristo y no cedes a las seducciones prefiriendo morir por la verdad antes que vivir con el mundo y carecer de la justicia! Aquél, a quien ya tenía en el número de sus elegidos, no quiso ceder a las promesas de los malvados. Por ello te pedimos, oh santo mártir, que protejas a la Iglesia y que sostengas sin cesar con tu ayuda a los que ves servirte con las ceremonias del culto, para tenerte ante Dios por patrono a ti, a quien Galicia vio nacer, y Córdoba te glorifica por la sangre de tu martirio. Así, pues, este beatísimo Pelayo a la edad aproximada de trece años y medio, sufrió el martirio en la ciudad de Córdoba, como se ha dicho, bajo el reinado de Abderramán el domingo, a la hora décima del día veintiséis de junio, en la Era 964 10.
13. Reinando nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios uno en la Trinidad por los siglos de los siglos. R/. Amén.
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